Mi regalo de Reyes

Ionatan Was

 

Era otra tarde tórrida de verano, otras tantas horas que había que soportar de alguna manera, esperando un día que tal vez nunca llegaría. Lo cierto es que ante la desesperanza de poder salir al mundo exterior debido a una larga convalecencia, no hay más futuro que el presente, y solo le queda a uno su propio pasado. Entonces no queda más remedio que saltar unos pasos de la cama hasta la alacena de los recuerdos, no sin cierta dificultad, y empezar a revolver cuanto cachivache haya por allí.

Es que la misma vida diaria, con todo su frenesí y sus normas impuestas por una sociedad no del todo comprendida, es la que nos hace siempre tener que vivir el ahora y el después, casi sin darnos tiempo de pararnos (aunque sea unos pocos minutos) en el ayer, el del «ayer» propiamente dicho pero también en el del pasado más lejano. Entonces vale la pena enfermarse, musité en voz baja; aunque sea por unos pocos días, lo cual desafortunadamente no era mi caso.

Allí, en el armario, estaba la vieja caja de cartón, algo machucada por el paso inclemente del tiempo. Entre las dificultades propias y el peso de aquella montonera, fue algo trabajoso mover aquella caja unos pocos metros, antes de fijarla en el piso y sentarse a un lado para ver qué había allí dentro. Tres, cuatro años de pasar a un costado de ella sin siquiera asomarse parecía que le hubiera dado a aquellos objetos una fuerza mucho mayor a la de la última vez. Tres, cuatro años, me repetí casi sin creerlo; capaz que alguno más ahora que lo pienso.

Había que meter mano entonces. Primero salieron las cartas, decenas de ellas. Las de la abuela por ejemplo, la que hoy ya no está. Por ese tiempo no había computadora, ni mail, ni Internet, ni Facebook ni mucho menos Twitter. Era todo a papel y lápiz, y a miles de kilómetros de distancia. Ver la letra inconfundible de mi abuela, escribiéndole al nieto lo que lo extrañaba, y las cosas que pensaba hacer junto con él en el momento del reencuentro tan esperado, me puso un poco la piel de gallina y hasta me hizo humedecer los ojos. Hoy sería difícil ver algo así, se me ocurrió. Pero había más cartas que cruzaban océanos: tíos, primos... Y una foto también: la del tío Mauricio. Qué estará haciendo ahora, me pregunté, tan lejos que está. La aparté a un lado...

Montevideo se estaba desperezando en una democracia que hacía sus primeros intentos en volver a ser tal. Eran los primeros días del año, según mi limitado recuerdo infantil. Mucho calor afuera de la casa, y las tardes en la playa Malvín que terminaban bien entrada la noche. Esa tarde, una de tantas, habíamos ido a la playa justamente; caminando, como siempre hacíamos, total eran unas pocas cuadras nomás, y auto tampoco teníamos. En una de esas, mientras jugábamos en la arena con mis hermanas, se me acerca mi tío y me pregunta inocentemente si conocía a los Reyes Magos. Que si sé quiénes son los Reyes Magos —le retruqué—, ¡claro, tío! Entonces me preguntó qué quería que me trajeran este año, sin que yo supiera que al día siguiente era seis de enero.

Todos esos recuerdos, esas imágenes, se me vinieron de repente a la mente con aquella foto, mientras miraba por la ventana un cielo diáfano, inmaculado, celeste por donde se lo mire, y me preguntaba cómo estaría ahora esa misma playa que invadía mi memoria. Lástima que no podía ir...

Ese día con mi tío nos fuimos un rato antes de la playa. Me había prometido, sólo a mí, un regalo por los Reyes. Será porque soy el único sobrino varón, pensé; o no, quién sabe. Lo cierto es que él parecía más entusiasmado que yo, que estaba algo «distanciado» de los Reyes, que hasta ese momento nunca me habían dejado nada. Además, obvio, ya me sabía de memoria aquel cuento tan repetido, otro motivo como para justificar aquel escepticismo. Pero bueno, un reglo es un regalo, pensé; entonces, más vale demostrar algo de ingenuidad para recibir luego algo bueno.

Poco tiempo antes de aquella promesa, estoy casi seguro, ese tío Mauricio me había llevado al estadio por primera vez. El estadio Centenario. No puedo recordar bien quién jugaba, y tanto tiempo después sería imposible averiguarlo. Igual, aquella noche todavía está lúcida en mi memoria: la gente, las luces, las tribunas, los jugadores, la pelota... ¡la pelota! Nos habíamos tomado un ómnibus de los grises para ir hasta la Unión. Ciento y algo, creo que era. Y buscando algún regalo por la avenida 8 de Octubre recordé aquella pelota ir de un lugar a otro en la cancha. Se lo dije enseguida a mi tío: ¡Quiero una pelota como la del estadio aquel día! Con modales, claro.

Hasta ese momento me había mostrado algo vacilante con ese tema del regalito, pero al pensar en la pelota se me iluminó el rostro; ya no tenía ninguna duda. Entonces vamos a buscar una, me dijo mi tío. Como habíamos llegado algo tarde a la gran avenida, y hasta un poco de improviso, muchos vendedores ambulantes ya se habían hecho el día con las ventas, se podía notar solo con pasar por el costado. Consultamos por una pelota puesto por puesto, mas casi ninguna quedaba. ¿Será que todos querían la misma cosa? Conforme pasaba el tiempo crecía mi cara de desencanto. Ya casi al final le preguntamos a un solitario vendedor si quedaba algo, y con cierta malicia nos informó que no, que en realidad le quedaba una sola y que ya la tenía reservada, pero que al doble de precio nos podía vender una. Ahí mismo pude palpar el rostro desencajado de mi tío, y yo le dije entonces que no importaba, que yo nunca había creído demasiado en eso de los Reyes. Caminamos unas pocas cuadras más, y nada: ya no había más puestos. Chau pelota.
Seguía con la foto a mi lado, y recordé aquella noche de Reyes, y también cierto disgusto al no poder tener una pelota en mis manos. (Pese a todo, debo reconocerlo). Antes de dejarme en mi casa de vuelta, mi tío me pidió perdón por lo sucedido y me prometió una recompensa. Y yo le repetí, una vez más, lo que le había dicho cuando me di cuenta de que no podía él vaciar su flaca billetera, con el mero propósito de que yo me divirtiera un rato con mis amigos.

A la mañana siguiente, salí a la vereda, y al juntarme con mis amigos justamente, pensaba resignado cómo los hubiera impresionado con la nueva pelota; igual jugamos un rato con la de otro. De tarde con mi familia naturalmente que volvimos a la playa, igual que el día anterior. Allí, mientras jugaba con mis hermanas, divisé a lo lejos, por la rambla, la esbelta silueta de mi tío. Me paré unos segundos para verlo venir: dio unos pasos hacia adelante, mostró entre sus manos algo irreconocible y lo lanzó por los aires. Aquel objeto dio una larga parábola antes de frenarse cerca de mí. Me froté los ojos para comprobar que estaba viendo bien, y era cierto: una pelota blanca y negra se había estacionado a unos pocos pasos de donde estaba. Di unos pasos para adelante para verla bien de cerca. Ahí estaba: igualita a la del estadio aquella noche. La agarré y la dejé caer enseguida para jugar con ella a la orilla del mar.

De a poco, aquellos recuerdos se fueron borrando bajo la estela de un niño jugando a la pelota en una playa desierta, hasta quedar en blanco. Afuera, por la ventana, el día regalaba las últimas luces. Dejé la foto a un lado y volví a la caja de cartón. Revolví un poco más y me di cuenta de que aquella pelota, perfecta tantos años atrás, se encontraba otra vez ahí, al lado mío. Claro que ahora estaba hecha harapos, algo sucia y bastante desinflada. Pero era la misma pelota al fin. Fue entonces que recordé cómo fue que mi tío me contó que la había conseguido, y que ese había sido, hasta hoy, mi primer y único regalo de Reyes. Gracias, tío.

 
 
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