No te fallé
Más de treinta años en la Administración pública
Sylvia Clavares Marichal
 

Cuando yo era una niña muy pequeña mi padre me contó historias de su familia y continuó haciéndolo en el correr del tiempo. A mí me fascinaban los cuentos de mi abuelo que no conocí y con sus palabras me decía que había sido un hombre de a caballo… ¿Hombre de a caballo?, me preguntaba yo. Era comisario de comisaría, allá por la década del 30. Un tío trabajaba en el Municipio, lo que es hoy la Intendencia de Montevideo, otro era funcionario del Ministerio de Ganadería, otro militar, otra en el Diario Oficial y mi querido padre en el llamado hoy BPS, antes conocido como «La Caja». En definitiva, todos empleados públicos al servicio del Estado.

Mi ingreso a la Administración Pública se dio de la mano del Ministerio del Interior en el año 1979, época complicada si las hubo, pero fue un ingreso justo, concurso mediante, el cual tuve que rendir dos veces. Si se perdía, se perdía. Eran épocas en que se tenía la ilusión de llegar a ser «oficinista», me seducía la idea de atender público y de andar entre papeles, de tener un horario y el sueldo seguro a fin de mes. Tenía a mi primera hija muy pequeña y yo por querer emanciparme, como todo el que tenía veinte años, había dejado de estudiar.

Cuando fui con la novedad y toda la alegría a contarle a mi padre, me dijo «sentémonos a hablar… Será corto, m'ija… Trabajar para el Estado no es poca cosa. Pisá siempre tierra firme y nunca camines por el filo de la navaja. Si actuás bien tendrás trabajo para toda la vida y otra cosa… Nunca, nunca te olvides el apellido que llevás y la educación que te dimos tu madre y yo». En mi algarabía no di en ese momento demasiada importancia a esas palabras. Muchos años después entendí que lo que me estaba diciendo era que no destruyera lo que en tantos años la familia había construido con honestidad, servicio e integridad.

Lo primero que me impactó a mi ingreso fue el «régimen», obviamente verticalista, uniforme impecable y obligatorio, órdenes precisas y concretas, trabajo a producción y poca conversación con los compañeros. Si bien era administrativa, estas cosas debían ser así. De cualquier manera no lo sufrí demasiado, la adaptación fue casi instantánea porque por aquellos tiempos nuestros padres eran bastante estrictos —al menos los míos sí lo fueron— y digamos que estaba relativamente acostumbrada a las reglas, por lo que asumir lo que debía hacer y cómo hacerlo según me lo dijeran otros no fue una tarea que me provocara conflictos. Es más, creo que con más de uno muchísimas veces nos tomamos a la chacota algunas situaciones, como cuando sorpresiva y sigilosamente entraba un superior por la puerta trasera de la oficina y alguien gritaba a viva voz «¡firmes!», y nosotros —recién entrados— ni sabíamos si levantarnos o quedarnos sentados o hacer silencio y darnos vuelta… Visto de atrás éramos como un cuerpo de baile que subía y bajaba… y volvía a subir y a bajar… Por supuesto que todo terminaba en unas risas ahogadas y en el desplome sobre los asientos cuando nos decían «continúen». Como chicos de escuela. Las sanciones no se hacían esperar cuando nos portábamos mal. Las mil y una formas de jopear y justificar a veces lo injustificable…

Con el tiempo me fue naciendo la rebeldía, pero no fue una rebeldía mala y negativa, muy por el contrario. En ese momento prácticamente ni me lo cuestionaba pero sí me daba cuenta de que era como una esponja que absorbía conocimientos, uno tras otro y uno tras otro… De todo tipo, de reglamentos, de administración, de instrucción. Ya comenzaba a poder conversar, opinar, hasta discutir y también a entender. Y en ese preciso momento fue cuando empezó a esbozarse mi personalidad institucional.
Cuando uno comienza a entender el por qué y el para qué es cuando de a poco se va poniendo la camiseta y también se comienzan a entender el por qué de determinadas órdenes, el por qué de determinadas negativas, el por qué de tener que hacer tres o cuatro veces un memorando hasta que se hiciera bien, como debía hacerse. Decididamente estaba aprendiendo.

Aprendí y me exigí a mí misma tratando de superarme en calidad, intenté que mis pares asumieran de alguna forma lo mismo, cosa harto difícil de lograr, porque cada cual tiene sus tiempos y la apertura se da cuando algo la dispara y para todos no es igual. Fue entonces que me convertí —dejando la modestia a un lado— en una especie de líder, me hicieron sentir un referente, me preguntaban, me consultaban, y como consecuencia me obligaban a superarme para poder optimizar la tarea de todos los días y más que nada para saber responder. Nunca me gustó equivocarme o no saber qué decir.
Y uno de a poco se va poniendo no solo la oficina sino toda la unidad al hombro. Me mezclé en tareas diferentes, en las que eran de beneficio, en las que podían dar bienestar, en las que podían dar alegría y soluciones a los funcionarios. Era una sensación como que no alcanzaba, siempre había cosas para hacer… y las hice durante mucho, mucho tiempo.

No me pasaba solo a mí. Por aquellos años todos nos sentíamos muy unidos, si alguien se enfermaba nos preocupábamos todos, si alguien se equivocaba nos responsabilizábamos todos. La tan mentada familia laboral se había instalado en la repartición y el cariño que nos sentíamos no estaba reducido a las paredes de cada oficina, éramos todos uno, tanto los del subsuelo como los del primer piso.

Pero bueno… Los años van pasando, las cosas van cambiando y todos fuimos escalando en la carrera policial. Primero encargados, después jefes y algunos directores, es una instancia en que forzosamente nos ponemos en la vereda de enfrente, juntos siempre pero desde otro lugar. La responsabilidad nos llega sola pero nos exige con justo derecho a que enseñemos y a que guiemos.

Cuando se produjo mi ascenso a jefa no fue de las mejores noticias para mis compañeros y por cierto que para mí tampoco. Para ellos porque sabían que ya no sería lo mismo y para mí porque más allá de que me gratificaba la designación y de que era poner por escrito lo que ya yo había asumido como propio, me condicionaba a un cambio de actitud y a una ansiedad propia de no estar segura de saber hacer las cosas bien.

No fue fácil. Muchos cambiaron su forma de relacionarse conmigo, ya las cuitas no se dieron más, las bromas ya no me incluían y se marcó una clara distancia entre jefe y subalterno. Por supuesto que no fue fácil, yo diría que fue hasta doloroso, ahora tenía un despacho y expedientes que contestar y muchas cosas para firmar y las horas volaban. Algo no estaba bien. Comenzaron a haber conflictos, que uno dijo algo, que otro dijo otra cosa, no lograban entenderse, empezaron las faltas y los partes médicos y mucho desgano.

Se me estaban yendo de las manos. Esa fue una circunstancia en la que me cuestioné qué era mejor, si continuar y mantener las formas o hacer que todo funcionara a mi manera.

Habilitada por algunos cambios que ya se venían dando dentro del Ministerio del Interior en cuanto a apertura en lo laboral, en las sanciones y sobre todo en el relacionamiento entre los funcionarios, me incliné por lo segundo.

El jefe da más resultado en el campo de batalla que detrás de una puerta y así se hizo, formamos entre todos un cuerpo a cuerpo, en fijarnos metas, en cumplir los plazos, en ser prolijos, en ser impecables, en limpiar los trapitos sucios puertas adentro y en convencernos y convencer a los otros de que no solo éramos una oficina más que estaba en un subsuelo, éramos un Departamento con tanta importancia como cualquier otro y que como tal deberíamos hacernos jerarquizar.

Cuando logramos amalgamar todas estas cosas, la unión estuvo presente nuevamente y fuimos un equipo. Lo que durante tantos años añoré que se diera.

Pero claro, en los últimos tiempos estamos asistiendo a un fenómeno que antes no se daba. Los nuevos funcionarios que entran a la Administración pública son muy diferentes a los que entráramos treinta años atrás. Jóvenes con muy buenas condiciones de estudio, algunos casi profesionales, pero casi se podría decir que indomables. Con hogares permisivos no logran ajustarse a las reglas y las órdenes, y bajo un régimen que en los últimos diez años ha facilitado el libre albedrío resulta casi imposible plantar en ellos nuestras experiencias para facilitar su aprendizaje en la Administración pública.

Nosotros asumíamos este trabajo para toda la vida, ellos lo toman como un medio que los ayuda para otros fines. Por esa razón es que se ha hecho tan difícil crear dentro de estos jóvenes aquel sentimiento de unión que nacía libre dentro de nosotros.

He tenido que ser muy dura, he tenido que forzar largas conversaciones en privado y en grupo, he tenido que enojarme y llegar hasta las lágrimas para que me entendieran que debían poner de sí para ser respetados y considerados dentro de la unidad.

Y poquito a poco, me fueron dando satisfacciones, me renovaron las ganas de seguir porque estaban ávidos de aprender, y mi retiro se empezó a extender… cada tantos meses un poco más…, y empezaron los «no te vayas», «dale, quedate», «¿a quién le vamos a preguntar?»…

No me creían cuando les decía que buscaran las respuestas dentro de cada uno. Tienen el conocimiento. Están teniendo la experiencia, solo les falta un poco de confianza en sí mismos. Cuando estuve convencida yo misma de que esto era así tomé la decisión de poner fecha a mi retiro.

Hoy 30 de junio se hace efectivo mi retiro y me voy plena de abrazos, de las cosas que me han dicho cada uno y de la promesa de mantenerse unidos. Todos somos sustituibles, nunca pretendí ser imprescindible, pero ojalá… ojalá haya podido dejar en ellos algo que me haga inolvidable, porque es la única forma de trascender, porque luego de treinta y dos años y pico comprendí que la misión no era andar entre papeles, cumplir y cobrar a fin de mes, la misión fue ayudar, enseñar y servir y escuchar porque todos merecemos ser escuchados y todos tenemos derecho a que nos ayuden.

Cuando el otro día vi lágrimas en los ojos de esos muchachos y cuando el más contestatario me abrazó y llorando me dijo al oído «Syl…, fue un privilegio»...Viejo querido… Creo que después de todo me porté bastante bien… No te fallé.

 
 
 
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