Discapacidad y trabajo en Uruguay: una cruda realidad |
Lucía Machiarena |
Un Estado democrático y garante debe tener como pilares básicos valores fundamentales como lo son la igualdad, la solidaridad, la equidad y la inclusión social. En su campo de acción, el Estado debería considerar como uno de sus objetivos esenciales garantizar que todas las personas tengan las mismas posibilidades y los recursos necesarios para poder desarrollar sus potencialidades y participar plenamente en todos los ámbitos de la vida. Esto implica reconocer las diferencias y demandas de todos los miembros de la sociedad, eliminando cualquier clase de barreras y prejuicios que condenen a la exclusión a los grupos más vulnerables. Entre esos grupos, uno de los que supone una mayor problemática social es el integrado por aquellas personas que padecen algún grado de deficiencia, discapacidad o diversidad funcional. Concretamente, en lo que refiere a las dificultades que experimentan para lograr acceder al mercado laboral. Aún más considerando que, para estas personas, la importancia de poder ingresar al mundo del trabajo es muchísimo mayor que para el resto de la población, pues en su caso el empleo es una vía privilegiada de participación social. Sin empleo es improbable tener autonomía e independencia y por ende, solo les es permitido sobrevivir en situación de dependencia, sometidos al arbitrio de las familias y los poderes públicos, y siempre en permanente peligro de marginación y exclusión sociales. La inserción laboral de personal con diversidad funcional no es una utopía inalcanzable ni una pretensión irrealizable. Al día de hoy, ya es una realidad cotidiana en muchos países y se seguirá expandiendo si todos quienes deben hacerlo contribuyen a ello. No es exclusiva responsabilidad de los individuos —quienes ciertamente deben convertirse en agentes de su propia inclusión— y de sus familias, sino principalmente de las empresas, los empleadores y los organismos gubernamentales. Es necesaria la implementación de políticas de inclusión social, con el cometido de asegurar la justa equidad de oportunidades para todas las personas, atendiendo sus necesidades y capacidades especiales. La segunda forma es la que tiene que ver con el ámbito de la actividad privada, estableciéndose que las empresas que contraten a discapacitados van a ser beneficiadas con descuentos en los aportes patronales. Medida provechosa para ambas partes, pero cuyas mayores falencias surgen de la descoordinación que suele darse entre la CNHD (Comisión Nacional Honoraria del Discapacitado), en donde tiene que existir una bolsa de trabajo de discapacitados que buscan trabajo, y la Dirección Nacional de Empleo que es donde se registran los empleadores para tomar a estas personas. Las disposiciones legales están, pero es mucho lo que resta por hacerse. Según los últimos datos disponibles, tan solo un 14% de la población con discapacidad económicamente activa está trabajando y a igual responsabilidad percibe un 40% menos de ingresos. Si introducimos las variables sexo y edad la situación empeora, porque jóvenes, mujeres y mayores de cuarenta años tienen un acceso mucho menor al mercado laboral. Ya es hora de dejar de lado la retórica políticamente correcta y empezar a implementar acciones concretas y efectivas para terminar con esta insostenible situación. |
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