Discapacidad y trabajo en Uruguay: una cruda realidad
Lucía Machiarena
 

Un Estado democrático y garante debe tener como pilares básicos valores fundamentales como lo son la igualdad, la solidaridad, la equidad y la inclusión social. En su campo de acción, el Estado debería considerar como uno de sus objetivos esenciales garantizar que todas las personas tengan las mismas posibilidades y los recursos necesarios para poder desarrollar sus potencialidades y participar plenamente en todos los ámbitos de la vida. Esto implica reconocer las diferencias y demandas de todos los miembros de la sociedad, eliminando cualquier clase de barreras y prejuicios que condenen a la exclusión a los grupos más vulnerables.

Entre esos grupos, uno de los que supone una mayor problemática social es el integrado por aquellas personas que padecen algún grado de deficiencia, discapacidad o diversidad funcional. Concretamente, en lo que refiere a las dificultades que experimentan para lograr acceder al mercado laboral. Aún más considerando que, para estas personas, la importancia de poder ingresar al mundo del trabajo es muchísimo mayor que para el resto de la población, pues en su caso el empleo es una vía privilegiada de participación social. Sin empleo es improbable tener autonomía e independencia y por ende, solo les es permitido sobrevivir en situación de dependencia, sometidos al arbitrio de las familias y los poderes públicos, y siempre en permanente peligro de marginación y exclusión sociales.
No podemos negar que la manera en que Uruguay ha encarado la temática de la discapacidad claramente ha fracasado. Durante veinte años tuvimos una ley de protección integral a las personas con discapacidad sin reglamentar (ley n.º 16.095), y la que fue sancionada a fines de la legislatura anterior estando actualmente vigente (ley n.º 18.651) se encuentra en idéntica situación. Si bien la mencionada ley puede adolecer de algunas falencias, la cuestión central pasa por que las soluciones no dependen de la sanción de nueva legislación sino del cumplimiento de la normativa vigente.

La inserción laboral de personal con diversidad funcional no es una utopía inalcanzable ni una pretensión irrealizable. Al día de hoy, ya es una realidad cotidiana en muchos países y se seguirá expandiendo si todos quienes deben hacerlo contribuyen a ello. No es exclusiva responsabilidad de los individuos —quienes ciertamente deben convertirse en agentes de su propia inclusión— y de sus familias, sino principalmente de las empresas, los empleadores y los organismos gubernamentales. Es necesaria la implementación de políticas de inclusión social, con el cometido de asegurar la justa equidad de oportunidades para todas las personas, atendiendo sus necesidades y capacidades especiales.
La ley 18.651 establece tres formas de favorecer el ingreso al mercado laboral de discapacitados. La primera de ellas tiene que ver con el ámbito público, determinando una cuota de un 4% de personas con discapacidad para llenar las vacantes de empleos públicos. Disposición que no se está implementando, por ejemplo en 2010 solo se llegó al 0,4% (16 personas cuando tendrían que haber sido 159 de cumplirse el 4%). El año pasado UTE realizó un llamado especial, pero es evidente que son medidas insuficientes. La propia ley dictamina sanciones para directores de entes públicos, ministerios, etcétera, que no respeten esa cuota del 4%, pero el cumplimiento cabal de esa norma también brilla por su ausencia. Asimismo debemos tener en cuenta que el colectivo de personas con diversidad funcional es muy heterogéneo y por lo tanto el perfil laboral de los puestos que estén disponibles tendría que ser igual de diverso; en gran parte de los casos suelen exigirse estudios terciarios o al menos bachillerato completo sin tener en cuenta que la mayoría de ellos han sufrido barreras educativas, en un sistema hasta ahora incapaz de incluirlos, del que son expulsados prematuramente, y también debería dárseles una oportunidad a esas personas.

La segunda forma es la que tiene que ver con el ámbito de la actividad privada, estableciéndose que las empresas que contraten a discapacitados van a ser beneficiadas con descuentos en los aportes patronales. Medida provechosa para ambas partes, pero cuyas mayores falencias surgen de la descoordinación que suele darse entre la CNHD (Comisión Nacional Honoraria del Discapacitado), en donde tiene que existir una bolsa de trabajo de discapacitados que buscan trabajo, y la Dirección Nacional de Empleo que es donde se registran los empleadores para tomar a estas personas.
La tercera forma de inclusión laboral que menciona la ley refiere a los emprendimientos de quienes quieren establecerse como autónomos, a los que se les dará prioridad. Dentro de esta clasificación sería muy positivo poner énfasis en el empleo protegido, el cual se desempeñaría en Centros Especiales de empleo, tales como los que existen en países desarrollados y que han sido concebidos con el objetivo de favorecer la inclusión de este tipo de trabajadores. Serían como cualquier empresa, con la peculiar característica de contar con un enorme porcentaje de empleados discapacitados. Por su calidad de empresas participarían activamente en las operaciones de mercado y podrían adoptar cualquier forma jurídica, además de brindar servicios de apoyo y asistencia que contribuyan a la inclusión.

Las disposiciones legales están, pero es mucho lo que resta por hacerse. Según los últimos datos disponibles, tan solo un 14% de la población con discapacidad económicamente activa está trabajando y a igual responsabilidad percibe un 40% menos de ingresos. Si introducimos las variables sexo y edad la situación empeora, porque jóvenes, mujeres y mayores de cuarenta años tienen un acceso mucho menor al mercado laboral.

Ya es hora de dejar de lado la retórica políticamente correcta y empezar a implementar acciones concretas y efectivas para terminar con esta insostenible situación.

 
 
 
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