[Narrativa]
La quinta encantada
Doly Hernández
 
 

 

Llegaba el verano y con él mis vacaciones, estaba cursando el último año de primaria así que para el próximo año todo iba a cambiar, por lo cual mi madre me dijo: Cuando terminen las clases podrás irte para la quinta de los abuelos, todo el período de  vacaciones. ¡Qué grande fue mi alegría! Allí no tendría horarios, deambularía entre los árboles y podría mirar las estrellas hasta la hora que quisiera, yo tenía una gran aspiración, ser astrónoma.

Deseaba conocer el firmamento, tenía en la casa todos los libros de astronomía que me traía mi padre al regreso de sus viajes, eran mi más preciado tesoro.
Por fin terminaron las clases y llegó la abuela a buscarme para llevarme a la quinta, ¡estaba realmente ansiosa! Quería llegar y andar descalza, correr entre los árboles, montarme en aquel viejo petizo manso, jugar con mis primos, allí no había horarios, nada se planificaba, ¡sí eran realmente vacaciones!
Antes de partir mi madre dijo ¡nada de excesos!, y si te pones incontrolable volverás a la casa.

Mi abuela era una mujer sumamente cariñosa y todo lo que pedías ella te autorizaba, salvo ir a molestar al quintero y a los perros (el quintero vivía a los fondos y siempre rezongaba con los niños), así que si me veían por allí cerca se me complicaba, otra prohibición era acercarme al aljibe, yo había escuchado que era muy profundo, así que yo la iba a pasar muy bien si respetaba esas reglas y estaba dispuesta a cumplirlas.

Mi madre era un ser muy angelado y sensible, siempre lloraba, cuando mi padre partía, lloraba, cuando volvía, lloraba, leías sus cartas, lloraba, y así permanentemente, también cuando le hablaba por teléfono, yo no entendía el porqué, pero así era mi madre, por supuesto cuando me fui con la abuela era un mar de lágrimas, aunque eso no le impidió amenazarme con traerme de nuevo a la casa si alguna molestia le daba a mis abuelos.

Mi padre siempre estaba ausente, por motivo de su trabajo, pero era el ser más bueno de la tierra, cuando volvía de sus viajes me colmaba de atenciones, la casa se transformaba, salíamos mucho, me llevaba al parque de diversiones, pero lo que yo más disfrutaba era ir a esperarlo cuando llegaba el barco, podía subir a su camarote y mirar la ciudad desde allí, yo no entendía cómo ese barco tan grande podía andar por los mares, todo para mí era tan misterioso.

Siempre había creído que mi padre era dueño de ese barco, yo les decía a mis compañeros y amigos de la escuela con orgullo «hoy llega el barco de mi padre», con los años supe que solamente trabajaba como capitán de ese gran barco de la marina mercante.

La quinta era grande, con muchos parrales al costado, seguían árboles frutales en impecables filas, manzanos, durazneros, ciruelos, limoneros, también había una vaca que se ordeñaba todos los días, un caballo, tres cabras, patos y gansos que andaban sueltos por todos los patios, muchas gallinas, para mí era el paraíso en la tierra y la libertad de andar husmeando todo y buscando tesoros imaginarios sin que nadie me molestara.

Las fiestas de Navidad y fin de año eran con toda la familia, así que llegaron mis tíos con mis primos Ana y Jorge.

Yo adoraba a mis primos, siempre fuimos inseparables, con ellos mirábamos el firmamento y contábamos las estrellas, el cielo de allí era distinto —tenía millones de estrellas—, cosa que en la ciudad no se veía, yo sabía el nombre de muchas de ellas, mi padre me había enseñado, decía que en el mar se guiaban por ellas y que cuando me extrañaba sabía que mi madre y yo también estábamos mirando hacia el mismo punto.

La casa estaba llena de parientes y amigos, la abuela pasaba cocinando y riendo, yo solamente miraba la entrada para ver llegar a mi madre que —como siempre— fue un mar de lágrimas cuando me abrazó y seguía en la misma cuando saludaba a toda la parentela, pero mi padre no aparecía, nadie decía nada sobre mi padre (supongo que era para que yo no comenzara a preguntar por él), pero estaba al acecho de la más mínima palabra que se dijera de su regreso, hasta que por fin sonó el teléfono y por el llanto de mi madre supe que esas serían las fiestas de fin de año más lindas de mi infancia, la pasaríamos todos juntos.

El día 24 de diciembre al mediodía paró un coche frente a la quinta y mi madre y yo corrimos por los senderos a encontrarlo, ¡allí estaba él!, con su sonrisa generosa, con su abrazo largo y cálido que nos apretaba tan fuerte que parecía que me quitaba la respiración, yo extrañaba a mi padre cuando él no estaba, pero siempre callaba para que mi madre no llorara.

Para mis primos y para mí la fiesta más linda era la de Reyes. La Navidad y el año nuevo no nos emocionaba, solo la noche de Reyes, esa sí la esperábamos con impaciencia.

Pasamos las fiestas sin fuegos artificiales, «acá es peligroso —me decía la abuela—, hay  mucho campo seco», así que fue lo único que extrañé de la ciudad.

Mi primo Jorge, su hermana Ana y yo nos perdíamos todo el día, salvo a la hora de ordeñar la vaca, el abuelo nos enseñaba cómo hacerlo y eso era para nosotros de gran importancia, después seguíamos juntando bichos, corriendo los gansos, buscando pequeñas víboras, nidos de teruteru, trepábamos las higueras y nos hamacábamos en un rama de árbol donde el abuelo había armado una hamaca con una cuerda y una gran goma de camión.

Cuando llegaba la noche solíamos ir a mirar las estrellas con mi padre. «Mira —me decía—, así puedes encontrar la estrella del Norte, no brilla mucho, pero te puedes guiar por la Osa mayor, ella te indica dónde está». Y yo preguntaba y él respondía y así me enteré de Júpiter, de Venus, de Marte, Saturno, Urano, Mercurio, de la Tierra, me hablaba de la lluvia de estrellas, de las galaxias, de los hoyos negros, de las nebulosas, todo lo sabía, después me decía «aquí sí puedes apreciar el universo, al igual que yo lo aprecio en el mar, en la ciudad las luces no te dejan ver las estrellas, también en este lugar puedes escuchar el silencio». Mi padre hablaba hasta que yo caía vencida por el sueño de tanto andar en el día, pero sabía que él me llevaría hasta la cama y me cobijaría como siempre.

El cinco de enero fue un día caluroso, así que nos pasamos la mañana bañándonos con la manguera y haciendo guerrillas de agua, los grandes iban y venían alrededor del parrillero, hablaban y reían, ¡por fin mi madre no lloraba! Se la veía feliz pegada siempre a mi padre, tratando de escapar de tanta gente y caminar por entre los frutales de la mano, nosotros los espiábamos y los habíamos visto besarse como en las películas y cuando se dieron cuenta nos corrieron, se los veía felices, hacían una pareja tan hermosa, mi madre muy menudita de cabello negro y largo pero con unos grandes ojos celestes de mirada tibia, yo le decía que los ojos se le habían desteñido de tanto llorar y ella reía, y mi padre tan tostado, de cabello corto y canoso, de ojos claros, ellos eran mis ídolos —pero si no encontraba mi regalo de reyes—, esos ídolos sabrían quién era yo —su única hija—, lloraría más que mi madre, todo el día y toda la noche, ya lo tenía pensado y lo haría.

De los baños con la manguera pasamos a correr carreras en las bicicletas hasta que llegó el atardecer, sin duda allí era distinto cuando el sol desaparecía se iba enrojeciendo el horizonte, yo jamás lo había percibido, sin duda la casa de los abuelos estaba encantada, llegaba la hora de atrapar luciérnagas y a ponerlas en un frasquito para ver su luz y después soltarlas. Yo tenía preparado un regalo para mi padre que era el carné de calificaciones y para mi madre la foto en el pupitre de la maestra y otra con todos los compañeros de clase, debido a que ya no volvería más a la escuela.

Por fin llegó la noche más esperada, ¡llegarían los regalos de los REYES MAGOS! La abuela nos llamó para la casa y nos dijo que no podríamos salir más ya que habían demasiados mosquitos y nos llenaríamos de ronchas, además deberíamos acostarnos temprano.

—Pero, abuela —repliqué—, yo quiero ir a ver las estrellas con mi padre.

—Tu padre salió con tu madre un momento, pues un vecino precisa ayuda —respondió—. A dormir, si no, no hay regalos—. Así que nos fuimos todos a los cuartos y yo me quedé completamente dormida.

A la medianoche sentí una mano sobre mi cara y una voz que me decía vamos, vamos, arriba, llegaron los reyes, saltamos todos de la cama, era mi madre, salimos todos al patio y allí estaba, el más hermoso telescopio que yo pudiera imaginar, era increíble, tan grande, tan brillante, abracé a mi padre, lo besé y como mi madre comencé a llorar, solo él podía regalarme el universo con todos sus planetas, tanto lo había deseado, yo ya podía mirar a millones de kilómetros de distancia mis estrellas, fue la noche más inolvidable de mi vida.

Mis primos también tuvieron sus regalos, patines, nuevas bicicletas, nunca pregunté dónde los habían escondido, aunque lo imagino, en la casa del quintero, sabían que allí no nos animaríamos a entrar.

Hoy ya han pasado 20 años, no estudié astronomía, pero sí me integré al Liceo Naval y hoy soy oficial de la Marina Mercante, con el fin de seguir los pasos de mi padre, también en el mar disfruto de las estrellas.

Mis padres están en la quinta encantada de la abuela, y disfrutan de ese lugar, mi madre sigue emocionándose cuando la voy a ver y cuando la llamo, sigue igual con sus bellísimos ojos desteñidos por el llanto, ahora se la veía siempre feliz, ya los abuelos han partido a su último descanso, el lugar sigue siendo hermoso­­, pero aquellas vacaciones del año 94 jamás se repetirán.

 
 
 
 
 
 
 

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